Mariana Docampo: «Lucerna» (fragmento)

Stadtplan 2012

En Lucerna estuvo una vez.  Ella tenía un dolor fuerte en uno de sus pies.  Casi no podía caminar.  Después, el dolor subió por la pierna y llegó a la cintura. A partir de allí, trepó a la cadera, como una raíz en expansión, y tomó la espalda. Sintió que una fuerza, semejante a la caída del agua en el centro de una catarata, la empujaba hacia abajo.  Todo el resto del cuerpo: los miembros superiores, la cabeza, el cuello, sufrieron el aplastamiento.  El dolor se agudizó en su esfuerzo por mantenerse erguida y dar los pasos que faltaban hasta el puente, o caer en el suelo, y quedarse allí comprimida por la presión.
La fuerza podía surgir de su centro desplazado hacia el piso, o de algo externo: una maza de aire que le daba justo en la cintura y la estiraba hacia abajo. Así que, en vez de volver al puente, caminó hasta un muellecito de madera cuya punta doblaba en el río y se sentó sobre las tablas.  La espalda tironeó y se fue acostando boca arriba. De allí ya no pudo levantarse.  Miraba con la cara puesta hacia el lago. Vio todo lo que sucedía. Vio a la gente de Suiza caminando alrededor de ella, y a lo lejos, los turistas con las piernas colgadas, las plantas de los pies reflejadas en el agua.

Antes, habían comido en un restorancito del otro lado del puente. Tomaron vino y miraron los cisnes.  Ella estaba puesta de costado.  Cuando se levantó para ir al baño y le indicaron que estaba “treppe hoch”, se detuvo frente al primer peldaño y miró hacia arriba.  Tenía que subir cuatro pisos de escaleras alfombradas, que terminaron en una puerta pequeña, del siglo XVI, detrás de la que había dos canillas que apenas abrió, arrojaron en sus manos un agua limpia y antigua. Las paredes estaban cubiertas por tapices de invierno de colores claros, pero era verano, y sintió calor. En ese momento, supo que ya no podría volver a Buenos Aires. Estaba muy arriba y muy lejos de su casa.  Desplazada sobre el océano hacia un costado, y cruzando tierra, pastos y montañas, ciudades de arquitectura comprimida y luego todos esos escalones que había subido. Allí estaba, depositada en lo alto, por la inercia del movimiento ascendente que no pudo frenar. No había forma de retroceder. Adelante, una ventanita daba al interior de Lucerna, a sus calles imbricadas, finas y complejas desde la altura. Estaba prisionera en la torre.   Bajar las escaleras, recorrer la vereda hasta la mesa y encontrarse con él, caminar juntos a la estación, subir el escalón, sentarse, descender, llegar hasta el hotel en Zurich, y entonces, la infinidad de movimientos mínimos necesarios para el regreso, que eran en primer lugar, erguirse, dar un paso, dos, hablar. Y aunque fue imposible, bajó, uno tras otro, los escalones, aferrada a la barandilla, y desde el pie de la escalera, caminó la distancia que la separaba de la silla en la que estaba el marido y volvió a sentarse, con la seguridad de que nunca más podría volver a ponerse de pie. Miró los patos de costado, disimuló frente a él, que sonreía con su rostro entregado al sol. Su cabeza le pesaba como una suplantación. Más adelante, se alejó de él y caminó hacia el muelle; fue cediendo a la compresión hasta quedar boca arriba, la espalda adherida a la madera. Su mirada se mantuvo fija en  las nubes lentas. Quienes caminaban alrededor no percibían que había perdido la movilidad del cuerpo. Vio a lo lejos el puente del lago de Lucerna y deseó andar sobre las tablas y entrar en la antigua prisión, quiso encontrar los restos de muralla al final de una calle, visitar las iglesias señaladas en el mapa, pero ya no pudo levantarse.  Solo regresó a Lucerna en sueños, y entonces estuvo al frente del ejército de pobres que acorralaron a los nobles del otro lado del puente.

Materia

La primera noticia que tuvo de Lucerna fue en una página de “Madame Serpiente”, de Jean Plaidy.  Estaba en Mar del Plata, Argentina, había cumplido quince años.  Miraba el mar; era una playa comprimida entre acantilados, y la entrada al océano era peligrosa, por la cantidad de piedras y los desniveles geográficos que volvían el agua inhóspita. Estaba sola, no sabe cómo llegó allí, el libro abierto en la arena. Ante los ojos, la gran masa de agua se tragaba todo. Se sentó en la arena y leyó el libro. No era aún la hora de las gaviotas, que llegaron después; pero sí cruzaban bandadas de patos que volaron hasta una zona del mar. Lo que leyó en el libro atrajo su atención de niña: un hombre miraba la boca de una mujer, la comparaba con una fruta roja. Eran príncipes que llegaban a un paraje después de una cacería; los Alpes se extendían detrás, sin cables ni luces.  Habían dejado los caballos cerca para que pastaran tranquilos. Cuando estuvo en Lucerna inmovilizada boca arriba, y miró las montañas, supo que había llegado al sitio de los caballos, que no estaban; ni la boca de la mujer. Pero sí los Alpes. Había gente alrededor. Para acceder, había dado un paso adelante desde la playa. Pero el viaje tuvo dos vías. La primera fue un desplazamiento de materia, sin tiempo y con alteración de residuos; la segunda llevó años. Sucedieron varias etapas de la vida de Verónica hasta que tomó el avión y aterrizó en Zurich. Desde allí, guiada por el mapa y por el esposo, que caminaba con seguridad por cualquier ciudad de Europa, viajó en tren hasta Lucerna.  Entonces, tuvo parálisis.

Sueños.  Viernes 11.11.11

Por las características del dolor que sintió en Lucerna, las nueve horas que pasó en esa ciudad alcanzaron, solamente, para originar las primeras impresiones, que permitirían que por la noche se completaran los verdaderos caminos de acceso. El dolor impidió que el cerebro funcionara de manera óptima, y todo lo vivido no tuvo el vigor necesario para integrarse, con toda su materia, en lo real. Los medicamentos que tomó para atenuarlo volvieron lento el funcionamiento cerebral. Lo que pudo ver, aún con el letargo, entró en su cuerpo y posibilitó la primera duplicación. La separación hizo que el primer cuerpo quedara encima de la madera con su motricidad y mirara a la mujer del mapa.  Su expresión cambió entonces unos grados. Como consecuencia, se produjeron variaciones en el rostro de la otra. El cuerpo animado habló con la mujer y no sintió dolor. Quienes la sirvieron frente al lago, y el esposo, no vieron las metamorfosis. Ya había comenzado la descomposición del primer cuerpo. Fueron cinco cuerpos, con graduación de materia. El primero quedó en Lucerna, tras la parálisis. Cuando tomó el ferry a Brunnen, otra mujer la observó. Luego la vio siguiendo su segundo cuerpo en una calle de Zurich.

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