Juan José Burzi: «Las siamesas Benn»

(Una cama, una lámpara sobre una mesita de luz y una cajonera con tres niveles. Todo es austero, es el cuarto de un hospicio. Los elementos –incluidas las sábanas y las frazadas– son de segunda mano. En la cama, vistiendo un camisón, Lavinia y Drusila están tapadas hasta el pecho. Lavinia es la primera en dormirse. Drusila, además de tener los ojos abiertos, levanta el cuello y mira algo por sobre Lavinia. Después de hacer eso, apaga la luz del velador, ubicado de su lado de la cama.)

 Sueño

Cuando una de ellas se dormía, la otra se mantenía despierta durante unos veinte o treinta minutos, esa era la frontera biológica y caprichosa que podía existir entre el sueño de las dos.

 Salvación

 Lavinia y Drusila estaban unidas por el hígado y el páncreas. El costado izquierdo del torso de Lavinia estaba adosado con el costado derecho del de Drusila. Tenían cuatro brazos (el izquierdo de Lavinia y el derecho de Drusila parecían nacer de un mismo hombro, efecto visual que se descubría inexacto al ver a las siamesas desnudas), cuatro piernas (la izquierda de Lavinia y la derecha de Drusila eran unos centímetros más cortas, lo que daba como resultado que al caminar las siamesas dieran la impresión de ser un cangrejo humano), dos anos y dos vaginas.

Los especialistas diagnosticaron la muerte segura de una de ellas en caso de ser operadas y separadas. Los padres hubieran podido tomar alguna decisión, pero su madre murió al dar a luz y su padre las abandonó en el hospital.

(La misma habitación con el mismo mobiliario. Solamente se agrega, sobre la cajonera, una imagen de yeso de Cristo con un brazo doblado hacia arriba y la mano con los dedos índices y medio levantados y el otro brazo doblado sobre su estómago, como si estuviera componiendo un símbolo masón. Es esa imagen de Cristo la que le provoca frecuentes pesadillas a Drusila. Lavinia, por su parte, y a pesar de que también fue criada y cuidada por las monjas del hospicio, no encuentra la fe necesaria para creer en esa religión. Sin lograr el grado de fanatismo que desean las monjas, Drusila sí cree, y no puede establecer si lo hace ayudada por el miedo a la liturgia católica o si ese miedo creció en ella a medida que comenzó a creer. Las dos simulan todo el tiempo ser más católicas de lo que en realidad son. Antes de acostarse, Drusila cubre la cabeza y gran parte del Cristo con una servilleta.)

Piedad

Para ir a misa, las siamesas eran las últimas en entrar a la capilla. Su ubicación era la más apartada. Además se retiraban primero que el resto. Los más pequeños, a medida que los años pasaban, se acostumbraban a ellas. Pero antes de acostumbrarse tenían miedo, imaginaban algunas de esas historias católicas con demonios, y veían en las siamesas al monstruo perfecto, el Leviatán personal de cada uno, la sombra duplicada que los atacaría por las noches, mientras trataban de dormir, después de haber rezado por sus almas. Con el tiempo se familiarizaban, pero nunca lo suficiente como para decir que alguno fuera “amigo” de ellas. Temor, asco, lástima. No había mucho más en los sentimientos de los que rodeaban a las siamesas, incluidas las monjas.

Las siamesas tampoco eran vistas demasiadas veces en el día. Las autoridades del hospicio coincidían en que su singularidad era demasiado aún para los casos que solían aceptar, por eso mantenían a Lavinia y a Drusila la mayor parte del día encerradas en su cuarto.

Sueño II

 Drusila no puede dormir sin tapar el Cristo de yeso. De todos modos, resulta ser un remedio inútil, porque la pesadilla es frecuente: en ella, la imagen tiene tamaño humano y por lo general aparece al final de un pasillo y se acerca flotando unos centímetros sobre el suelo. En esos segundos, o minutos, que dura la escena, Drusila espera que el Cristo haga algo más, sangrar, llorar, lo que sea. Ese hombre que predicó, amó y fue traicionado no emite sonido. Es lo único que recuerda.

Pero en el sueño sí ocurre algo, un hecho que Drusila advirtió hace poco, mientras volvía a contárselo a su hermana: todo el tiempo que dura el sueño, Lavinia no aparece, Drusila está sola.

 Aprendizaje

 Lavinia tenía facilidad para la Historia, Drusila para Matemáticas. Los estudios médicos que les hicieron intentaron determinar, entre otras cosas, el grado de individualidad de cada una. Constataron que los conocimientos de Lavinia no eran compartidos con Drusila, sin embargo, mediante algunos experimentos, sí hubo indicios de que algunas cosas que Drusila sabía eran transmitidas o captadas por Lavinia. Los resultados fueron aún más allá de esa particularidad. Con los ojos vendados y el rostro orientado en dirección contraria al de su hermana, Lavinia describió tres de las cinco ilustraciones que le estaban mostrando a Drusila. También acertó con los naipes, ocho sobre doce. Los doctores no llegaron a ponerse de acuerdo, dado que las siamesas compartían algunos órganos, pero no el cerebro. Eran dos cabezas bien formadas, independientes la una de la otra, con diferentes gustos y pensamientos. Cuando le preguntaron a Lavinia cómo sabía lo que estaba viendo su hermana, respondió que “simplemente sabía”.

 Una escena

 En el cuarto, Lavinia y Drusila están paradas dándose la espalda lo máximo que sus cuerpos unidos lo permiten. Lavinia tiene los ojos cerrados, Drusila un mazo de cartas en la mano. Saca una carta, apenas la ve la pone boca abajo al tope del mazo. Lavinia acierta con el As de corazones, sonríe. Drusila, seria, saca otra carta, Lavinia esta vez falla: ocho de trébol dice, y su hermana le muestra que es el ocho de picas. Juegan a eso desde que los médicos que las revisan y estudian mensualmente les hicieron esa prueba. Lavinia se presta a seguirlo en el hospicio y sin testigos porque ansía acertar las doce veces que su hermana saca los naipes. Drusila, en cambio, juega con la esperanza de que su hermana acierte cada vez menos, teme que en un tiempo pueda entrar y salir de sus pensamientos cuando quiera. Cada vez que le plantea ese temor a Lavinia, ella le contesta que es mejor ver solamente lo que los ojos permiten.

(Dos fotos. En una de ellas –página 22– las miradas son sugerentes, las curvas de sus pechos más pronunciadas, la posición de los pies, que asoman desde los tobillos por debajo de los vestidos largos, descaradamente abierta. No se ven granos, lunares ni imperfecciones, inclusive el pelo de Lavinia parece un poco más largo. La segunda foto –página 23– las muestra con una actitud menos sugerente; sutilmente más ojerosas, sus miradas melancólicas son el centro de atención de la foto. Todo el ambiente, a pesar de ser el mismo que en la primera foto, se ve más oscuro, sus pieles más pálidas y su seriedad mortuoria. Ellas sienten vergüenza, las autoridades del hospicio, ira. No saben, porque ignoran que puede hacerse, que las fotos fueron retocadas digitalmente. Una foto representa la lujuria, la otra la melancolía más oscura. Es difícil precisar cuál de las fotos escandaliza más a las autoridades del hospicio.)

Entrevista

Toda exhibición o muestra de “fenómenos” es un exponente de la crueldad capitalista.

Cuando las siamesas accedieron a ser entrevistadas por el periodista de ese diario, no pudieron prever en qué terminaría todo. Las religiosas del hospicio tuvieron reparos, pero Lavinia y Drusila ya eran mayores de edad; la madre superiora se limitó a pedirles colaboración y que no dejaran una imagen errónea.

Lo que hablaron con el periodista fue cambiado, se las mostró como dos seres tristes y oscuros. A pesar de que Lavinia y en menor medida Drusila intentaron evitar el tema de sus necesidades sexuales, sus silencios y evasiones fueron reinterpretadas por el periodista. Inclusive hubo una columna, sin firma, que daba cuenta de aspectos estrictamente privados de las siamesas. Información que solamente podría haber sido suministrada por los doctores que las trataban.


(Una mesa repleta de cartas, una monja vieja que, con movimientos lentos, las arroja de a una al fuego de la salamandra. La forma en que la monja lleva a cabo su tarea transmite la idea de que se está ante un hecho si no sagrado, al menos ritual. Y ese viaje al fuego lo hacen, entre otras, la carta del Sr. M., respetable padre de familia que solicita una entrevista con las siamesas, perdiéndose en excusas y explicaciones, cuando lo que en realidad busca es la proximidad física con ellas; la carta del Dr. S., preguntando acerca de la posibilidad de contactar a algún pariente de las siamesas para poder estudiar los genes familiares, pero solo en apariencia, su intención es obtener una firma que declare la donación de los cuerpos a su equipo científico una vez muertas; la carta de P., fotógrafa profesional, preguntando cuánto cobrarían las siamesas o el hospicio para realizar una sesión fotográfica; la carta de O., repleta de delirantes declaraciones de amor, la carta de D., metafísico y psicólogo, pidiendo conocer a las siamesas, y así por cien.)

Admiración

De la misma forma como todo debe tener una finalidad lucrativa, y en última instancia, útil, existen personas con afinidades maleables a lo que se exhibe y se vende.

En la semana posterior a la nota salida en la revista dominical del diario, llegaron unas cien cartas (en su mayoría de hombres) que pedían conocer a las siamesas Benn. En la segunda semana llegaron veinte, y en la tercera semana solamente una. Esa carta era de alguien que ya había escrito antes. Y que volvió a escribir a un mes de salida la nota, y luego todas las semanas durante cuatro meses. Hasta que una tarde, casualmente, se encontró con ellas en la puerta del hospicio, cuando él iba a depositar su vigésima primera carta en el buzón y ellas salían para ir a los análisis médicos de rutina.


(Y también fueron al fuego las cartas de Walter N., que envió durante dos meses el mismo texto. Walter N., contador, soltero, 40 años, algo calvo, un metro setenta, 80 kilos. Siempre viste formalmente: camisa, pantalón de vestir, zapatos, chaleco, saco. Su tono de voz medido, nunca altisonante, su humor casi inocente y la forma que tiene de reírse para adentro contribuyen a dar una imagen ingenua y un tanto chapada a la antigua. No muestra su lado perverso, si bien esa perversidad puede deducirse por su objeto de deseo.)

Invitación

Entre Drusila y Lavinia sumaban su misma edad, pensó él en un momento de la charla.

Drusila resulta ser la más receptiva. Es la que cuenta algunos detalles de sus vidas, y la que confirma lo que él sospechaba: ninguna carta llegó a ellas. Lavinia apenas pronuncia palabra, baja la vista constantemente.

Hablan hasta que llegan al hospital, que queda a unas cuadras del hospicio.

Drusila finalmente acepta la propuesta de Walter N., que consiste en comunicarse por cartas dejadas a sus respectivos nombres en el locutorio de la esquina del hospicio, para evitar la censura de las monjas.


(El cuarto de las siamesas. Ellas se inclinan hacia la cajonera y retiran los dos últimos cajones. Drusila mete la mano por el espacio donde estaban los cajones y la saca con tres cartas. Es la correspondencia de Walter N., que puntualmente es dejada todos los viernes en el locutorio de la esquina. Lavinia se ocupa, con dificultad, de volver a colocar los cajones en su lugar. Drusila abre uno de los sobres. Es la última carta que le llegó, quiere releerla para preparar una respuesta.)

Zona franca

Drusila recibe y responde las cartas de Walter N. Lavinia se opone, teme que se enteren en el hospicio y que las dejen en la calle. Ya son mayores de edad, las monjas no tienen ninguna obligación con ellas, las pensiones por incapacidad que reciben del Estado apenas son un motivo para darles lugar. A pesar de eso, Drusila le pide ayuda a su hermana para escribir las cartas, la incluye contra su voluntad en algo de lo que no quiere ser parte, al menos en un principio. Son cartas escritas por las siamesas, donde predomina la voz de Lavinia, sus palabras de deseo y fantasías, cartas que hablan de la soledad y un cuerpo que espera, cartas que convulsionan las fantasías de Walter N. y que repelen, aunque ella no lo admita, a Drusila. Y es que Drusila no sospechaba que su hermana pudiera pensar en el cuerpo de un hombre de esa manera, y mucho menos expresarlo.

La correspondencia con Walter N. es una zona franca donde cada una juega a lo que puede, Drusila al amor y Lavinia al deseo.

Propuesta

La empleada del locutorio les extiende el sobre con una sonrisa. Está al tanto de la poesía esotérica que les escribe Walter N. y de las respuestas afiebradas de las siamesas. Abre los sobres con vapor y después los vuelve a cerrar. Por eso sonríe esa tarde, porque sabe que Walter N., después de dos meses de correspondencia, le plantea a Drusila que quiere verla, que espera un sí, que una negativa sería devastadora para su corazón. La empleada del locutorio prefiere las cartas de las siamesas, le aburre el tono chato y dramático de Walter N., se dice que de ser ella, jamás le daría una oportunidad. En cambio, se pregunta de qué rincón del convento las siamesas sacan tanta pasión. Le avergüenza admitirlo, pero cuando lee las cartas de las siamesas, sus pezones se endurecen.


(El cuarto de las siamesas. Ellas están al lado de la cama, tapan el Cristo de yeso y se acuestan del lado en que duerme Drusila. Para acostarse primero se sube a la cama Lavinia y pasa sobre el lugar de Drusila hasta acomodarse en el otro extremo, momento en que Drusila también se acomoda en su lugar. Drusila apaga la luz. En la oscuridad se escuchan fragmentos de una discusión: “no sabés quién es”, “estoy cansada”, “no quiero”, “¿qué busca?”, “venís igual”.)

Beso

 ¿Quién dudó ante la propuesta de Walter N.? ¿Cuál de las dos obligó a la otra a ir?

Walter N. las esperó a la vuelta del hospicio, con el auto en marcha. Apenas llegaron, les abrió la puerta trasera y arrancó. Las llevó a pasear por los parques cercanos.

Ellas iban sentadas atrás, él conduciendo y hablando, mientras cada tanto las miraba por el espejo retrovisor. No bajaron del auto, estacionaron en un lugar un tanto alejado de las familias que estaban pasando el día, y tomaron Coca con galletitas. Lavinia intervenía casualmente en la conversación, lo hacía en forma repentina, saliendo de su ausencia. Drusila, en cambio, hablaba más.

En un momento, él salió del auto y abrió la puerta del lado que estaba Drusila. Le tomó la cara con sus manos y la atrajo hacia él. Ese fue el primer beso.

Placer

La ropa de las siamesas está hecha de dos vestidos unidos por el costado. Esos vestidos se desprenden por la espalda y si no son ayudadas por alguien para ponérselo, tardan más de media hora en vestirse o en desvestirse. Y esto último fue lo que Walter N. las ayudó a hacer en la cama de su pieza, después de que sus manos se perdieron entre los pechos de Drusila, quien con torpeza besó y le chupó los dedos y la mano y el brazo hasta que, casi arrastrando a su hermana, se tiró sobre Walter N., desnudo y con una erección. Él no creía lo que estaba viviendo, temía explotar de placer por esas manos que lo acariciaban y por esa boca torpe pero voraz, que besaba y mordía y lo marcaba. También lo excitaba la actitud pudorosa y desentendida de Lavinia, y la pasividad con que soportaba la desnudez y el incidental manoseo de su cuerpo.

Post coitum

Después de que todo pasó, las siamesas se cubrieron con la sábana y así, tapadas precariamente, fueron al baño a limpiarse la sangre de sus muslos. Drusila había perdido la virginidad, Lavinia no. Sin embargo, Drusila solamente había experimentado el pardo dolor de ser penetrada por primera vez y Lavinia había conocido, sin saberlo, lo que era un orgasmo. Avergonzadas de saber que en la habitación había quedado Walter N. desnudo, apenas se miraban. Lavinia le preguntó a su hermana, casi susurrando, qué había sentido. Duele, le respondió ella, y entonces Lavinia prefirió no hablar de lo que le pasó a su cuerpo, porque a pesar de que había algo doloroso en lo que había sentido, no era esa la palabra correcta para describirlo.

Confesión

Los encuentros se suceden semanalmente, las cartas dejan de ser escritas a medida que aumenta el contacto entre los tres. El sexo desilusiona a Drusila, queda siempre a un paso de algo que presiente, que intuye debe pasar, pero no sucede. Es como comer sin parar y seguir con hambre. Se da cuenta de que a su hermana le pasa algo, no puede saber lo que piensa, pero no es ciega ante lo evidente. Por eso le pregunta acerca de cómo vive la relación con Walter N., y Lavinia rehúye responderle. Después de la primera vez que Walter N. penetra a las dos, Lavinia acepta contarle del placer que la retuerce y la extenúa.

Drusila, sin decírselo, la odia.


(Un cuarto, una cama doble con cabecera de metal, cuatro cuadros de réplicas baratas, un ventilador de techo, un armario de dos puertas que no se abrirá en ningún momento. Es el cuarto de Walter N., donde mantiene relaciones con Drusila y por consiguiente con Lavinia. Es el cuarto donde antes y después de mantener relaciones con las siamesas las obliga a arrodillarse y rezar.)

Exploración

Walter N. descubrió y redescubrió los cuerpos pegados de Drusila y Lavinia. Se entretuvo besando y acariciando la entrepierna de las dos a la vez, y alternando entre una y la otra al momento de penetrarlas. Las nalgas de las siamesas eran inarmónicas, algo torcidas, a causa de la postura siempre incómoda de sus cuerpos. A pesar de eso, Walter N. hundía su nariz en esas cavidades y las exploraba infructuosamente con la lengua y los dedos. Drusila gemía y murmuraba cosas, exagerando, Lavinia a veces dejaba oír una exclamación. Walter N. se había adueñado de los dos cuerpos gradualmente, sin pedir permiso. Fuera de la cama, la relación seguía siendo algo exclusivo de Drusila. Lavinia no exigía atención.


(¿Qué piensa Walter N. de las siamesas Benn, pálidas, con aspecto enfermizo, el pelo más muerto que lacio, la delgadez de sus cuerpos duplicados? ¿Cuántas fantasías sacia y cuántas germinan cada vez que las desviste? ¿A qué juegan los tres cuando él ordena y ellas obedecen?)

Culpas

Drusila se escuda en la olvidada fe que le enseñaron a tener para culparse por lo que hace. Se castiga por la debilidad de la carne y por haber llevado a su hermana a eso. También se castiga por no gozar como su hermana, se siente inferior ante ella como nunca. Antes guardaba ciertos temores porque Lavinia podía meterse en su mente, pero ahora está segura de que la frigidez que la atormenta está relacionada con eso. Se veía succionada por su hermana, infeliz. Por eso las humillaciones que Walter N. les impone le parecen correctas.

Lavinia se culpa por gozar, por tomar el papel protagónico de las dos en la cama, papel que le pertenece a Drusila cuando los tres están vestidos. Walter N. prefiere penetrarla a ella, y él se lo dice a Drusila cada vez que abre las nalgas de la otra y hace lugar a su pene. Por eso Lavinia también acepta las humillaciones de Walter N., tomar de su orina y arrastrarse como dos perras en celo por la habitación, adorar sus pies, recibir sus golpes e insultos, porque entiende que es una manera de emparejarse con Drusila y de pagar por cada orgasmo que tiene y que roba a su hermana.

Desintegración

Para un monstruo, los sueños son mejor que el amor. En eso piensa Drusila cuando Lavinia se duerme. Esos minutos que ella tarda en dormirse también son los minutos más plenos del día, los que más trata de aprovechar, ya que es cuando está segura de que Lavinia no puede saber en qué está pensando. Y es que Drusila piensa en morir y en matar. Vislumbra su odio como un líquido espeso donde se hunden las dos. El hundimiento es inevitable, pero no sabe cómo propiciarlo.

En el confuso momento de dormirse, Drusila piensa en veneno.


(El cuarto de las siamesas, con un cambio. La cajonera de tres niveles está a los pies de la cama, con el Cristo de yeso, sin cubrir, arriba. A un costado de la cama, dos monjas meten en una jarra con agua dos trapos que fueron utilizados para aplicar en la frente de las siamesas y bajarles la fiebre. Ellas están vestidas con su camisón de mangas largas, y por eso no se puede apreciar las heridas y marcas causadas por Walter N. Un pezón de Lavinia casi arrancado de un mordisco; varios hematomas en el torso y abdomen de Drusila.)

Final

Pero no fue veneno lo que tumbó a las siamesas, sino el fuerte deseo de morir de Drusila. Sus fuerzas vitales se diluyeron, su existencia fue aún más lánguida. Lavinia no pudo ni intentó hacer mucho, se sabía más afortunada que su hermana, había conocido la pasión.

La fiebre se manifestó primero en Lavinia y después en Drusila; lo mismo ocurrió con los desvanecimientos.

 Lavinia murió primero, mirando fijamente el Cristo de yeso que las monjas habían reubicado, junto a la cajonera, frente a la cama. Aspiró una última bocanada de aire, un aire a esa altura inútil, porque todo es inútil para quien está tan decidido a morir, y emitió un sonido parecido a una queja. Drusila lo supo al instante, pero no avisó a las monjas ni hizo nada para llamar la atención. Sabía cómo iba a terminar todo, y prefirió resguardar ese momento para ella. Como en su sueño, finalmente estaba sola.

Al igual que cuando Lavinia se dormía primero, Drusila no tardó más de media hora en seguirla.

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