Mi padre no era un nadador. Era un hombre de las plantas, de los árboles, siempre tenía las manos sucias de tierra. El “dedo verde”, le decía mi madre, refiriéndose a la habilidad que tenía para revivir las plantas marchitas. Ella detestaba que casi nunca nos acompañara a la playa. Siempre fuimos una familia sin padre bajo el sol furioso del mediodía. Mi madre se ocupaba de clavar la sombrilla en la arena, y lo hacía mirando furtivamente hacia la escalinata del balnerario, año tras año, luchando contra el viento, y esperando que mi padre se arrepintiera y bajara con nosotros. Después acomodaba las reposeras, se ponía un pañuelo en la cabeza, nos daba órdenes a mi hermano y a mí como un general en una batalla, pongan los sandwiches a la sombra, sacate las sandalias, traigan más acá la canasta. Actuaba como un general traicionado que nunca quedaba satisfecho con el campamento que armábamos en la playa. La orientación de la sombrilla se transformó, con los años, en una cuestión delicadísima ya que no lograba hallar el punto justo para aprovechar mejor la sombra. Sigue leyendo →