Federico Vegas: «José Luis Zuazola Gómez y Ricardo Miranda Loynaz»

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          Los curas de nuestro colegio pertenecían a una familia mitológica que ya entonces comenzaba a desvanecerse. Recién terminaban los extremos inverosímiles que sirven de sustento a la santidad. Los mitos se convertían en fama: la de la fuerza, la memoria, la hediondez, la ferocidad, la bondad, la telepatía; y estas reputaciones perduraban a través de nuestras imitaciones secretas y dos o tres frases que luego heredaban otros cursos.
         Casi todos eran vascos fuertes que en su juventud lanzaron enormes piedras contra la neblina, sudando una mezcla de aguakina y linaza. La quijada se les encajaba mas allá de los dientes sin encontrar reposo y el mentón siempre lo tenían tenso. A partir de ese máximo común denominador cada uno desarrollaba un gesto característico. Recuerdo una mano derecha sobando a la izquierda hasta dejarla inmóvil y seducida; unos codos que sujetan las costillas flotantes y luego saltan en un aleteo amenazador; una boca abierta con un tic que es cerrarla y reabrirla con un falso bostezo. Está el que convierte los mocos en diminutas esferas y con veloz discreción los esconde en la faja de la sotana, su alcancía secreta; el de la calva seca que desciende sin brillo, sin arrugas ni recuerdos aparentes, hasta llegar a dos cejas arrinconadas donde guarda puros malos pensamientos; el enano velocísimo de olfato extraordinario que nos obliga a soplarle en la frente y adivina la marca de nuestros cigarrillos furtivos. Un santo gordo y venerable cada vez más sentado y sonriente, se orina a media mañana en los bancos de granito mientras observa a los hijos de los hijos jugar durante el segundo recreo. Otro es flaquísimo, parpadeante, de andar espasmódico y sotana majestuosa; tiene una histeria sacra y masculina que convierte las pecas de su cara en erupciones de nalga blanca. Hay uno que habla como si rezara y reza como espichándose; lo sigue el que agarra los zancudos en el aire con dos dedos. Y, por último, el más temido y espiritual, el encargado de confesarnos; tiene una respiración profunda ungida de un dulcísimo café con leche que se filtra en la rejilla del confesionario hasta otorgarle la consistencia y el aroma de los panales de miel; su lista de penitencias viene con un vaho que va almibarando el tejido de mimbre e incita a las primeras moscas de la mañana a compartir el secreto de la confesión.
         En esos años, más recatados y llenos de latín, a veces salía alguno de nuestros curas al mundo vestido de civil, pero aun así se le reconocía por usar el suéter dentro del pantalón brincapozo, las camisas blancas con los botones como uñas de fumador, los zapatos negros con las puntas erguidas, las correas secas y larguísimas. Esto confirma la persistencia de los principios, lo aferrados que estaban a su orden, la religiosidad genética.
         Había leyendas de túneles hacia conventos de monjas, de hostias perdidas,cementerios de fetos, mastines que andaban libres en la noche y que alguna vez devoraron a un novicio. Recuerdo también misterios que los curas jamás resolvieron, como la identidad del cazapicón cuando el San José de Tarbes trajo el «Festival del joropo»; o, “¿Quién se orinó en el casco del cura Calderón?” Son montañas de cuentos y mentiras superpuestas desde los orígenes de esta ciudad, que cada cierto tiempo no soportan su propio peso y se desparraman sin orden ni sentido.
         Lo que recuerdo con más intensidad, para describir al menos una parte de mi enorme colegio, son las rutas hacia la comida. Un ancho pasillo de mosaicos verdes nos llevaba a la cantina, donde todas las mañanas se sublimaban tres calamidades: la mantequilla rancia, el pan duro y el queso viejo. Un hermano se ponía unos guantes de amianto, se tomaba varios vasos de agua para tener con qué sudar y enchufaba la plancha. Todos acudíamos a ver la transmutación. Con un tajo abría el pan, lo frisaba de mantequilla, dejaba caer la salpullida lonja de queso, y colocaba el sánduche entre otras once piezas idénticas. Bajaba el tope de la plancha y todo quedaba estripado. De entre los hierros al rojo vivo salían vapores acuosos, salpicones de grasa, aceites ácidos acompañados de ruidos gástricos que iban desde los pequeños gritos del trigo hasta los estertores de la manteca. Era la iniciación a la vida de un nuevo ser babeando borbotones de Kraft. Después de un olor a bruja quemada, se sienten aromas a café caliente, a panquecas, a fogón de leña, a ropa planchada. Al levantar la tapa salen cúmulos y rizos que la brisa lleva hasta los campos de fútbol anunciando la buena nueva. Se aclara el horizonte y se animan las almas que no han desayunado por comulgar en misa y andan como neveras abiertas y vacías. ¡Albricias! Salen y salen docenas de sánduches desde la plancha mágica hasta una caja de vidrio donde otras moscas, también hambrientas, se contornean y aplastan inútilmente el espinazo tratando de darse un festín.
         Al lado de la cantina se encuentra el comedor de los seminternos. Después de almuerzo lo asean con trapos presurosos que brincan de mesa en mesa, y cada gota que salpica no se evapora sino que deja una ampolla gordita y visible al contraluz. El jugo de carne y los restos de frijoles van formando en los trapos grises un líquido denso que barniza los muebles en vez de limpiarlos. Es un fino lacre que al secarse deja impresas las huellas de los codos y atrapa brevemente los antebrazos de quien almuerza al día siguiente. Prevalece un olor punzo penetrante a sotana frita. Hay algo digestivo en ese sumergir los trapos en las poncheras y pasarlos sobre las mesas. Es la comida que regresa diluida al mobiliario, alimentándolo con el propio extracto de lo que propicia. Los trapos jamás se renuevan, un buen día desaparecen en las poncheras: se mete la mano en el líquido turbio y sólo hay algunas hebras e hilachas. 
         Por estos y otros predios andaba el Padre Ascupe cundido de juanetes, callos, ampollas y uñas encajadas al mismo tiempo y en ambos pies. Nos vigilaba todo el día, y al final de la tarde entrenaba a la banda del colegio llevando el ritmo de los tambores y las cornetas emitiendo marciales peítos con los labios. Tanto andar en un hombre alto y agudo le causó dolores en los pies. En la noche se los acariciaba por horas y murmuraba entre sus oraciones:
         —¡Dios mío, siento que camino sobre mis muelas!
         Durante años probó todos los calzados posibles. El clásico zapato negro de trenza y suela de cuero y algunas variantes ortopédicas, el mocasín con horma y plantillas de papel de periódico, el zapato de Bowling, la espadrilla playera, alpargatas, pantuflas y sandalias, hasta terminar usando unas zapatillas negras de ballet a las que quitó el lacito. Calzado de esta manera, además de aliviar un poco sus dolores, Ascupe se hizo más ágil y veloz. Incrementó en secreto su facilidad para el sobresalto, la súbita media vuelta, los giros de torso, la aparición a contraluz y el desconcierto. Con las zapatillas y dos medias de fútbol había triplicado su disposición para el sigilo y se había hecho inaudible y casi transparente. Era inevitable que tarde o temprano atrapara a Zuazola dando función, el pajizo más notorio del colegio.

                 La epidemia de la masturbación la amainó el cura Sosa mediante una campaña científica. Era nuestro profesor de biología y su discurso se basaba en estudios médicos y datos estadísticos. Acompañaba sus demostraciones con dibujos en el pizarrón señalando con tizas de colores cada uno de los órganos afectados. También era capaz de adivinar quién era un asiduo por ese crecimiento de cejas y pestañas que producen los desequilibrios hormonales. Apenas nos observaba, tratábamos de poner la expresión más sana y alerta posible, pujando para que la mirada fuera brillante y apretando las nalgas contra el asiento del pupitre. Sus ejemplos eran intimidantes:
         -—Un individuo que se masturba realiza un gasto de calorías equivalente a darle cinco vueltas al campo de fútbol. En caso de sucumbir a la tentación hay que colocarse inmediatamente de cabeza contra una pared por un cuarto de hora de forma que la sangre irrigue de nuevo el cerebelo.
         El padre Sosa alcanzó reconocidos éxitos con Pérez Iturbe y el Mono Avendaño. Fracasó con Carpio, que se la hacía abriendo huecos con una navaja suiza en un colchón de goma espuma. En Manolito Brandt produjo el efecto contrario: una sofisticada exacerbación de la rutina que iba a incluir una variante de su invención: “Te sientas antes sobre la mano derecha hasta dormirla. Creerás que eres otro”.
         Ricardo Miranda Loynaz era uno de los más graves adictos y decidió pedir ayuda. Para esos casos extremos había un tratamiento especial basado en la “Composición de lugar” de San Ignacio de Loyola. En la primera cita, después de exigirle datos precisos sobre sus costumbres para establecer el síndrome, el cura Sosa le dijo a Miranda:
         —Imagínate un llamado urgente del Supremo General, y que el soldado se levanta con la mirada turbia y sin fuerza en los muslos. Sus compañeros están ya en fila, limpios, uniformados y listos para la gran batalla, mientras el desertor se cubre con la funda de una almohada.
         Cuando Miranda fue a la segunda cita del tratamiento, el padre Sosa lo recibió con una pregunta:
         —¿Estás con Cristo?
         Con el rostro despejado, Miranda cerró los puños y los esgrimió contra el aire mientras exclamaba:
         —¡Sí Padre!
         —Bienvenido seas a la primera línea de combate, a la delantera del equipo.
         —¡Sí Padre!
         Cada vez gritaba más animoso. Hasta que le estiraron la pregunta:
         —Soldado… compañero de batalla… ¿de verdad estás con Cristo Rey?
         Miranda no aguantó aquel tuteo militarista. Antes se tapó la cara con las manos; esperaba llenarlas de lágrimas pero seguían secas; tenía incluso unas insoportables ganas de reír mientras explicaba, con sorprendente coherencia, que había pasado varios días usando agua helada, hasta que una tarde sintió escalofríos en el cuerpo, y decidió que, sólo por aquella vez, se bañaría con agua tibia. Pensó que si lo hacía en el baño de sus padres estaría a salvo. ¿Quién se atreve a masturbarse donde se baña la madre? Ya en el sitio y desnudo, recordó las estadías en aquel mismo lugar jugando con diminutos trasatlánticos mientras le frotaban la espalda. Todo parecía unirse en su contra: el olor a coliflor de las cortinas, los delfines deformes estampados en el plástico, las porcelanas color melón húmedas y centelleantes, las gotas enloquecidas buscando camino. Con el agua golpeándole los ojos buscó a tientas la jabonera y encontró un jabón pequeño con forma de concha marina. Al frotarlo en su pecho se convirtió en una densa espuma azul y desapareció. Sólo divisaba un alud de burbujas que descendían sin peso más allá de su ombligo. Fue entonces cuando Miranda ofreció su única excusa:
         —Es que el jaboncito olía divino, padre Sosa.
         Algo reverberó en el pasado del biólogo y sacerdote, algo delicioso que aleteaba y emprendía vuelo, porque, ante aquel argumento, el padre Sosa no pudo hacer nada mejor que responder con sospechosa camaradería:
         —Anda hijo, vete en paz, que lo tuyo no tiene remedio.
         Miranda recordaría la masturbación con que cerró su infructuoso tratamiento en el baño de sus padres como una experiencia mística. En el armario de la mamá descubrió una caja repleta con otros jabones de graciosos colores. Había formas de pera, de estrellas, brazos de angelitos, columnas griegas, canarios y osos polares. Fue prudente y se robó apenas tres (si es que se puede llamar robar quitarle a la madre un jabón). Terminaron para siempre sus masturbaciones veloces, casi epilépticas, de cuando suponía que el pecado mientras más corto es menos pecado.

          Ante tamaño fracaso, al mejor amigo de Miranda Loynaz, el impávido Zuazola, jamás le pasó por la mente pedirle una cita al Padre Sosa. Zuazola estaba seguro de su afición; la consideraba una costumbre tan apropiada a su constitución como bostezar o peinarse. Era de carácter relajado, poco dado a la culpa y las abstracciones. Ya a las diez de la mañana el Breelcream de su copete ladino se había disuelto y el sol se reflejaba en su frente, nariz y descomunal nuez de adán; también resplandecían la hebilla, los anteojos, los pantalones tornasol y los protozoarios de la camisa. Esa tendencia al destello y la notoriedad tendrían que ver con su perdición. Siempre estaba en posición de apoyo, entre torcido y reclinado. Su posición ideal era adormecerse con una mano en el bolsillo y otra en un hombro ajeno y así, con los ojos entrecerrados, nos escuchaba conversar. Sólo intervenía para reírse en medio de convulsiones silenciosas mientras buscaba algo más dónde apoyarse y dónde escupir. Era un buen amigo, tranquilo, con una sólida reputación ganada en los urinarios del colegio, frente a los cuales arqueaba hacia atrás la columna con las piernas abiertas en un éxtasis acrobático y se sacaba una verga que aventajaba en grosor, arrugas, negritud, pelambre, cabeza y expresión sombría a las nuestras, inciertas y cabizbajas por estar en incipiente maduración. En su campaneo final, Zuazola caminaba en retroceso dándole palmadas de aprecio y guardándosela en los calzoncillos como si envolviera una pieza de porcelana. Luego emergía por la puerta de los baños estirando los brazos con bostezos de leñador.
         El colegio tenía dos largos edificios frisados de un gris carrasposo: el bachillerato y la primaria. Cada uno tenía de un lado el pasillo y el patio donde hacíamos filas, y del otro ventanas altas y basculantes por donde apenas pasaba una cabeza. El Padre Ascupe caminaba planificando ante cada clase sus apariciones vertiginosas e insospechadas. Una tarde, muy cerca del pastoso final de una clase de historia sobre asirios e hititas, el Padre Ascupe se materializó frente a nuestro pizarrón. Nadie lo vio cruzar por la puerta del salón; comenzamos a percibirlo cuando descendía ingrávido y aún flotando con la sotana abierta.
         Al aterrizar el Padre Ascupe tenía la costumbre de apuntar con el dedo al primer movimiento brusco que viera entre las filas de pupitres. Sus máximas no fallaban: «Donde hay agitación, hay culpa», «Gesto súbito, pecado mórbido». El cambio de luminosidad entre el pasillo y el interior del salón lo cegaba y confiaba más en sus instintos desarrollados desde el seminario que en imágenes faltas de luz. Esa vez el dedo señaló al refulgente Zuazola que en la última fila se encogía como si se fuera a meter dentro del pupitre. El Padre Ascupe se limitó a pronunciar sus temibles dos sílabas:
         —¡A… cá!
         Su dedo alargadísimo, después de señalar a Zuazola, descendió y quedó colgando sobre un trozo de suelo. Era la forma de ordenarle al sospechoso que caminara hasta detenerse en ese punto preciso. Mientras esperaba al alumno, Ascupe se balanceaba sobre la punta de sus zapatillas, y la mano del dedo, aún estirado, se movía como un péndulo. La otra mano se la encajaba en la sotana negra presionándose la ingle, y sus uñas, temblando por el esfuerzo, parecían estirar el tiempo o acortarlo según la inclinación y la presión que les diera. Nada más intimidante que ver a una autoridad menearse como un columpio; nos recuerda que nuestro destino depende de una balanza irrevocable y a la vez caprichosa.
         La otra arma del Padre Ascupe era su voz. Hablaba desde los fondos del esófago con un timbre de monja engripada que brotaba entre tempestades de saliva, olor a muelle y agua salada. Sus frases podían seguir sin pausa ni sosiego o cesar repentinamente. En las primeras embestidas usaba frases cortas dichas sin separar los dientes:
         —A… cá. Síiii, acá tú. Sí, sí, sí, sí… ¡Acá! ¡Tú mismo! ¡Sí!
         Así convertía al español en una lengua africana, tribal, guerrera, y como machacada por un misionero; luego venía el silencio y una mirada de asco y juicio final. Aquel día, cuando vi la cara de Zuazola, supe que se iniciaba algo importante en mi vida, un cuento que habría de acompañar esta vejez solitaria. Busqué una posición para mirar sin que se oyera mi respiración; metí la barbilla detrás del codo y bajé los ojos hasta dejar asomada sólo las mitades de las pupilas.
         Poco antes de llegar el Padre Ascupe, Zuazola había iniciado, como en toda tarde lluviosa, las caricias y frotaciones de una masturbación lánguida y caprichosa. Algo en el ozono o en la humedad del aire lo solía motivar. Apenas escuchábamos caer las primeras gotas del aguacero ya sabíamos que Zuazola, metódico y previsivo, arrancaría una hoja del block de dibujo para no salpicarse los pantalones. Con solo oír el rasgar del papel ya sus vecinos sabíamos que dentro de poco habría función.
         Cuando Zuazola sintió ese «¡Acatú!» inconfundible, trató de guardárselo, pero ya lo tenía enervado, pleno. Su cara estaba traslúcida porque toda la sangre se había ido al único lugar de su cuerpo que permanecía cálido y valiente. Zuazola lo golpeó, trató de doblarlo, lo ahorcó por la base, le aplastó la testa mientras le pedía apoyo en secreto, pero sólo conseguía envalentonarlo, darle un aire cada vez más aguerrido y tozudo.
         El Padre Ascupe, ya enfocando mejor, sacó una conclusión preliminar: «Seguramente lo que Zuazola oculta entre las piernas es una revista con mujeres desnudas, el Gallo Pelón quizás, y quiere plegarlo para ocultarlo dentro del pantalón». Así que despegó la mano de la ingle, la paseó en el aire con ondulaciones de flamenco y dijo con un tono de hipócrita apoyo y comprensión:
         —No se lo guarde, querido Zuazola, tráigalo acá… ¡Sí, sí, sí!.. ¡A… cá!
         Zuazola aún tenía varios segundos para hacer un último intento, pero después de una frase tan empalagosa como certera, se sintió descubierto y se entregó a lo que habría de venir. Antes de caminar hacia el punto que le señalaban, cerró la hebilla y la correa, lo que tuvo un efecto contraproducente al dejar asomado entre la bragueta y las puntas de la camisa a ese especie de títere calvo que parecía saludar a su público desde un telón entreabierto. Ya de pie y caminando, se lo miró y le pareció distante, como si fuera de otro cuerpo o de otra época. En cada paso trataba de amortiguar los bamboleos afirmativos, equilibrar aquel inexorable vaivén del que pretendía ya no ser responsable.
         La lenta marcha de Zuazola le dio al Padre Ascupe suficiente tiempo para entender la magnífica plenitud que le traían, pero se negaba a aceptar el hecho: aún creía ver la revista doblada que había previsto, y luego una bolsa de pistacho, o esas cachiporras de los antiguos matones, todo menos la evidencia absoluta. Las alternativas cesaron cuando la escala y la realidad de aquellos nervios brotados, ya contiguos a su dedo, no le permitieron dudar más.
         Enfrentado por fin a la más primitiva representación del pecado, quitó la cara de policía eficiente y arrugó la boca como haciendo un tubito para silbar. Se golpeó la frente con la palma como si matara una avispa y de un solo envión la subió abierta hasta apuntar el techo y rozar el ventilador, dejando que la manga de la sotana le bajara hasta el codo. Así, con la mano que antes era péndulo en lo más alto, unió los dedos, se dio tres golpes cada vez más fuertes entre las dos cejas, y exclamó distanciando las tres silabas en tres bocanadas de aire:
         —Zuaaa… zoo… laaa… 
         Fue un suspiro solemne expelido con la cadencia del descalabro, la musicalidad de los mares profundos, el abatimiento de tantas noches sumido en la desolación.
         Con una mueca de consternación, Zuazola miró al causante de su tragedia como achacando el tamaño prodigioso a una picada de alacrán. En su imaginación de niño quería infundirle la ingenuidad de Pinocho, la docilidad de Geppeto y la aparente buena conciencia de Pepe Grillo. Se iban amontonando los segundos y allí seguía aquel símbolo, cada vez más primitivo y legible, impertérrito frente al Padre Prefecto, sin perder ángulo ni aplomo. Lo recuerdo con la seguridad que ofrece una perplejidad perfecta y la impavidez de las frutas maduras aún en los árboles. El terror, en vez de causarle flacidez, le produjo un entumecimiento impersonal. Persistía el rojo anacarado y la rigidez de la epilepsia. Nada de actitudes sumisas, excusas o ambigüedades; estaba desplegado y pelado, aflorando y enfrentando; tenía todas las cualidades de un desastre inolvidable.
         El Padre Ascupe miró al profesor de Historia exigiendo una explicación, pero éste sólo acertaba a limpiarse con el pañuelo las manos llenas de tiza después de haber dibujado la planta de un templo hitita. Ascupe decidió llegarse con Zuazola hasta el rectorado y, más por desconcierto que por maldad, se lo llevó tal como lo había encontrado. Avanzaron lentamente por los pasillos de mosaico verde a unos diez pasos uno del otro.
         Hasta los exámenes finales el gran tema en todos los recreos fue qué había ocurrido en el despacho del Padre Rector. Esas discusiones nos hicieron sentirnos expertos y algo cínicos, al hablar con desenfado de un compañero de clase expulsado para siempre. Se amontonaban versiones, ejercicios imaginativos que se abrían en variantes insólitas, algunas malintencionadas, otras simplemente desquiciadas: “Se la habían tapado con la funda de la máquina de escribir, con la boina negra del Rector”. “Le habían tomado fotos para los archivos del Ministerio de Educación, para un manual de anatomía”. “Al saber que estaba expulsado, Zuazola pidió autorización para terminar de hacérsela”. “Se le había quedado tiesa e hizo falta bajársela con baños de vapor, agua bendita, sal de higuera, hielo seco”. “Se le había gangrenado”. También hablábamos de su futuro, y aquí el nivel mejoraba porque todos le deseábamos suerte: “Estudiaba en el Emil Friedman donde aprendió a tocar el violín”. “Lo habían mandado a una academia militar en los Estados Unidos”, “volvería al colegio después de un año de castigo”.
         Todos los días pasábamos en el autobús del colegio frente a donde vivía Zuazola. Su casa tenía un muro de piedra como de un metro del cual partía una suave rampa de grama con matas de rosas. La tarde en que lo vimos, él nos vio antes a nosotros. Estaba regando el jardín e hizo presión con el dedo en la boca de la manguera y quedó sumergido tras una cortina de agua. Buscábamos su rostro, pero era justo lo que escondía con los brazos extendidos. Traté de abrir la ventanilla para saludarlo; cerré los ojos con el esfuerzo y cuando pude sacar la cabeza ya estábamos en otra calle, frente a otras casas.
         Treinta años más tarde me contaron que fue el ingeniero de una importante represa en el río Uribante, y recordé el potente chorro que usó aquella última vez para escudarse.

 

2 comentarios

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2 Respuestas a “Federico Vegas: «José Luis Zuazola Gómez y Ricardo Miranda Loynaz»

  1. Excelente.
    Federico, es un placer conocerte de esta manera.
    Buscaré seguirte leyendo,
    Adelante,
    Daniel

  2. Ignacio

    Soberbio, fantástico …… El ambiente del colegio frailes….de mi colegio condensado

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