Rodrigo Rey Rosa: «Entrevista en Ronda»

 

          Desembarqué en Tarifa, donde amenazaba lluvia, para tomar el autobús que me llevaría a Ronda por el viejo camino que atraviesa la sierra hasta Granada. Llevaba conmigo varias fotografías del torero Martincho, que un colega de la agencia Efe de Madrid me procuró, de la época en que el joven rondeño se hizo célebre por sus temerarias faenas. Una de las fotografías lo mostraba en el acto de derribar un toro en la antigua plaza de Madrid. En otra, el torero aparecía con grillos en las piernas, de pie sobre una mesa cubierta con un capote, frente a un alto miura presto a embestir (suerte inspirada, sin duda, en la estampa de Goya “Saltar el toro con grillos”). Y en otra, que también hacía pensar en escenas de La tauromaquia, el matador, sentado en una silla y sirviéndose de un sombrero de ancha ala a modo de muleta, hundía su espada en la nuca del toro.          
         
Llegué a Ronda a mediodía. Después de instalarme en el Reina Victoria, en cuyos jardines que dominan el Tajo hay una fea estatua de Rilke, anduve hacia el centro y entré en la primera taberna, para preguntar dónde se encontraba la casa de Martincho, con quien tenía cita para almorzar. Nadie parecía saber quién era Martincho, y tuve que explicar que se trataba del famoso torero, celebrado en otro tiempo por periodistas como Chávez Nogales o Eugenio de Triana, y por José Bergamín. Intercambio de miradas, encogimiento de hombros: nada. Mis interlocutores eran demasiado jóvenes. Me dirigía hacia la puerta, cuando vi a un viejo que estaba sentado a una mesita en un oscuro rincón. Me le acerqué y repetí mi pregunta acerca de Martincho. Después de un momento de reflexión, la cara del viejo se iluminó. “¡Claro!– exclamó –. Pero aquí lo llamamos el Duende. Lo encontrará detrás de la plaza de toros, en un cuchitril”.
         
Ronda tuvo ruedos volantes desde muy antiguo, hasta que la Real Maestranza hizo construir en 1785 una gran plaza, estilo neoclásico y casi toda de piedra, que tiene mucho de circo romano y que, como tantas otras, ha sido parcialmente convertida en museo. El guardián me dejó entrar de mala gana, pues no era hora de visita. Me condujo por un largo corredor, y luego a través del ruedo, explicando que éste era el camino más corto para llegar al cuarto de Martincho, quien le había avisado de mi llegada. Cruzamos el toril y seguimos por un túnel que daba al exterior. Yo acudía a mi cita bastante temprano, me hizo saber el guardián cuando ya estábamos en la puerta del espada. Yo lo suponía, pero eso nos daría un poco más de tiempo para conversar. Por experiencia sé que las horas pasan casi inadvertidas al lado de los muy viejos.
         
El “cuchitril” de Martincho no lo era tal. Era una habitación estrecha, pero arreglada con un gusto muy personal, en el que las inclinaciones del hedonista parecían concordar con las exigencias del asceta. No había más muebles de los necesarios: una estufa, dos sillas, una mesa con su lámpara, una cama. Sin embargo, de una de las paredes colgaban varias litografías, sabiamente enmarcadas, de estampas de lidia por artistas como Carnicero, Domínguez, Juliá y Chamán. El anciano matador me invitó a sentarme, mientras él se mantenía de pie, delgado y erguido, no sin coquetería, como si quisiera dejarme admirar su perfil de muchacho, muchacho de cabellos blancos y con profundas arrugas en un rostro curtido por el sol. Después de un momento, dándome la espalda, se acercó a la estufa, para poner una gran olla sobre el fuego. “Necesita cocerse algún tiempo”, dijo. Dio un paso, se tendió de espaldas en la cama, y se quedó inmóvil, con la mirada fija en el muro a los pies de la cama. “¿Comenzamos?” preguntó.

          REY-ROSA:–¿A qué edad mató su primero toro?
          MARTINCHO: –Nadie puede saber cuándo ni cómo nació, ¿no es cierto?, ni cómo ni cuándo morirá. En cuanto a los primero, uno tiene que fiarse de la palabra del prójimo, aunque éste fuera un gitano.
          R.R.:–¿Sus padres eran gitanos?
          M.:–Hombre, qué terco. ¿Cómo lo voy a saber? Me criaron dos hombres muy buenos, a mí y a otro chico, Felipe, mi hermano mayor. Felipe decía que nuestra madre había muerto al nacer yo. De todas formas, mi primer toro lo maté un año o así antes de conocer mujer.
          R.R:– ¿Podría contarme cómo fue aquello?
          M: — ¿Lo del toro? Sí, lo recuerdo muy bien. Fue en unos prados en las afueras de Cádiz, donde vivíamos entonces. Yo acompañaba a Felipe, que era un buen espada, de lo mejor entre los jóvenes, a una novillada. Estas novilladas de jóvenes estaban prohibidas, ¿sabe?, pero todo el mundo sabía que existían y nadie hacía nada por evitarlo. Es más, todos lo aprobaban, pues el valor de los hombres, mientras más temprano se templa, dura más. Pero las novilladas de aquel tiempo eran otra cosa.
          Martincho guardó silencio. Sus ojos, que seguían fijos en la pared desnuda a los pies de su cama, parecían contemplar escenas de un pasado remoto; era como si la vieja mente del torero hiciera las veces de un cosmorama, y las estampas que guardaba se reflejaran a gran tamaño sobre la pared, que servía de pantalla.
         
R.R.:–¿En qué se distinguen de las de ahora?
          M.:–He dicho que eran otra cosa. Tal vez sería mejor preguntar en qué se parecen, porque la respuesta sería sencilla: en nada. Desde luego, nos queda el toro.
          R.R.:–O el novillo. ¿Podría describir una corrida a la antigua?
          M.:–Antes, la corrida era una verdadera pelea. Ahora es más bien una especie de danza. El toro era un bicho malo, sin remilgos, pero con el tiempo y el contacto con los hombres se ha venido amanerando. Y sin verdaderos toros no puede haber verdaderos toreros, ¿eh?.
          R.R.:–¿Cree que este amaneramiento del que habla podría remediarse?
          M.:–Tengo mis teorías al respecto. Por ejemplo, podría volverse a la buena costumbre de usar perros. Los perros, amigos del hombre, atacan al toro. El toro embiste, mata y destripa a varios de ellos. ¿Ve usted a lo que voy? La gente le pierde lástima al toro. El toro se siente odiado, y así puede jugar mejor su papel. La lástima vicia al toro.
          R.R.:–Me decía que su hermano Felipe fue buen espada.
          M.:–¿Sí? Es verdad, aunque era muy joven cuando murió.
          R.R.:–¿Cómo murió?
          M.:–Durante esa novillada que le decía. Fue un animal de dos años el que lo cogió. Y yo maté ese novillo. De pronto, sin saber bien cómo, me vi en medio del ruedo, con la muleta en una mano y el estoque en la otra. Fue una venganza.
          R.R.:–Un escritor lo ha llamado a usted el torero metafísico.
          M.:–¡Vaya! Esos señores dicen cualquier cosa. Hay uno que no me disgusta que escribió que todos somos animales metafísicos, por la carroña que abrigamos. Me gusta la frase, pero no acabo de comprender…
          R.R.:–¿Qué es para usted, como torero, el torear?
          M.:–Era, para ser exactos. Era estar en el fondo de un foso, donde se pierde la noción del tiempo, un como desdoblamiento, un duelo conmigo mismo (yo toreaba vestido de negro, igual que el toro) en medio de un remolino de gamberros y de putas.
          R.R.:–Dejó de torear hace muchos años, pero nunca se cortó la coleta. En rigor, entonces, aún no se ha retirado. ¿por qué dejó de torear?
          M.:–Cuestión de principios. La etiqueta del ruedo comenzaba a cambiar, poco a poco, y yo me oponía a ello. Eso de que se toreara de colorines me parecía abominable. Pero el día que se puso de moda arrojar flores a los toreros, en lugar en puros, ese día me dije que no volvería a lidiar, y no lo he vuelto a hacer.
          R.R.:–Valle-Inclán dijo alguna vez que un torero, para resultar perfecto, debía morir en el ruedo. ¿Cree que llevaba razón?
          M.:– (Después de reflexionar un momento) Bueno, sí.
          R.R.:–¿Es usted supersticioso?
          M.:–No me gusta esa palabra. Vamos a cambiar de tema, por favor. (Esto lo dijo con impaciencia.)
         
R.R.:–¿Qué opina de los toreros bufos?
          M.:–Lo mismo que Belmonte. Que son verdaderos artistas. Hay algunos entre ellos más toreros que los toreros “de verdad”.
          R.R.:–¿Piensa que algún día, en Andalucía, las corridas dejarán de existir?
          M.:–Seguro. Comenzaron por eso mismo, por no existir, al menos aquí. ¿Sabía usted que el primer torero tuvo nombre vasco?
          R.R.:–Zarcandegui.
          M.:–Domina la asignatura.
          R.R.:–¿Conoció usted a Marcial Lalanda?
          M.:–¿Ese chico de Vaciamadrid? Lo llamaban la Religiosa. Vivía arrodillándose. Frente al toro, se entiende. Conocía el oficio.
          R.R.:–¿Qué piensa de los toreros actuales?
          M.:–Algunos torean muy mal; otros, peor.
          R.R.:–¿Cuál es, según usted, el papel del torero en la sociedad de hoy?
         
M.:–Un papel muy ligero que a veces viene perfumado y que no existía en mi tiempo.

De nuevo se oía la impaciencia, el cansancio, en su voz. Mi mente, por lo demás, estaba en blanco.  Se produjo un largo silencio.  Martincho lo rompió: “Si no tiene más preguntas, vamos a comer”. Se levantó de la cama, ahora con un aire afable. Me sentí privilegiado de poder ver, una vez más, a un hombre célebre que lleva a cabo sin pesar sus quehaceres domésticos. (Me hubiera gustado ver a Newton desayunando, escribió Lichtenberg.)
         
Mientras el gran Martincho se ocupaba de su guiso, me puse a preparar mi máquina fotográfica. Pensaba en lo conveniente que era para el blanco y negro el atuendo oscuro del torero, con su cabello plateado, y la luz oblicua que entraba por una ventanita con rejas de hierro forjado. Pero entonces él giró rápidamente sobre sus talones y vi (con esa sensación de irrealidad con que se percibe lo maravilloso y lo terrible) que la fuente que tenía en sus manos estaba vacía. Sus ojos, muy pequeños, me miraron un instante, y luego miraron el guiso inexistente. Puso el plato en la mesa, acercó otra silla y se sentó frente a mí. “Es cerdo”, dijo, y, cogiendo los cubiertos, se puso a cortar el aire.  “Espero que no sea usted judío, o musulmán”.
         
Lentamente me puse de pie. “No me siento bien–le dije–. Creo que es el viaje, usted sabe, tantas vueltas. Voy a volver al hotel”. Guardé mi cuaderno de apuntes y tomé mi cámara. Una mirada suya bastó para hacerme comprender que no quería que lo fotografiara, y tampoco me permitió fotografiar el cuarto.
         
“Vaya con Dios”, me dijo Martincho cuando me acerqué a la puerta.
         
Anduve de vuelta al hotel. Comí, sin apetito, junto a la estatua de Rilke, calculando las horas que faltaban para verme de regreso en Tánger, y pensando en eso de que por cada hombre que ha sido enterrado vivo hay cien que están aún sobre la tierra y que están muertos.

 

               

2 comentarios

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2 Respuestas a “Rodrigo Rey Rosa: «Entrevista en Ronda»

  1. Extraordinario. Los cuentos de Rodrigo Rey Rosa me dejan aplaudiendo para más bien con el ceño fruncido.

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